El paisaje de la infancia, húmedo, lluvioso —una vereda tosca al pie de un acantilado, el sol en el agua, arroyuelos a través de los bajíos de arena, el manso estuario de un río, marismas, el costillar de una barca, un muro cubierto de líquenes, hierbas y clavellinas, una casa— es contemplado por una niña en la que los mayores no se fijan mucho, de tal forma que puede escuchar, salir, correr, montar en bicicleta, bañarse con la marea baja, buscar conchas en la arena húmeda o fragmentos de porcelana entre las piedras. “El sitio era espléndido, un espacio digno de explorar y recorrer, un lugar donde habríamos podido vivir siempre. […] Habíamos desembarcado en el paraíso”.
Paisajes de mi padre (2009), de Aeronwy Thomas, hija de Dylan Thomas, es una rememoración desnuda, despojada de adornos, de cuatro años de la infancia de la autora, los cuatro años que transcurren desde que la familia de Dylan Thomas se instala en Laugharne, en el oeste de Gales, en 1949, hasta que el poeta muere en Nueva York el 9 de noviembre de 1953. Aeronwy, o Aeron, como la llaman en casa, es una niña rilkeana. Traviesa, asilvestrada, alborotando cuando los mayores la ignoran, escuchando las conversaciones ajenas, hablando inglés con acento galés, está, como los niños de Rilke, “cerca de las cosas”. Para ella, tal y como se pone de manifiesto en las páginas de este libro, “todavía quedan ahí las noches y los vientos que cruzan por los árboles y por muchas tierras; todavía, entre las cosas y en los animales, todo está lleno de acontecer”.
La casa conocida como The Boat House, con galerías y balcones, depósitos para recoger el agua de lluvia, un jardín escalonado que se inunda cuando sube la marea, un cobertizo para la barca en el patio trasero, un embarcadero y un muro cubierto de líquenes, constituye el centro neurálgico en torno al cual gira la vida de la nada convencional familia de Aeronwy Thomas. En el cobertizo, junto a una estufa de antracita, las ventanas sin cortinas y las vistas de las lomas en la distancia, Dylan Thomas escribe lo que se le antoja de acuerdo con “la monótona rutina que tanto gusta a los niños y a los artistas”. Pero la del padre es una sombra más en este tupido paisaje de sombras que es la infancia de la autora, por el cual se mueven asimismo con vida propia la de la madre, Caitlin Macnamara, vital, fluctuante, desinhibida, las de los hermanos Llewelyn y Colm, la de Dolly, que “pertenecía más al mundo infantil que al mundo de mi madre”, la de Booda, sordomudo, “parte de nuestro submundo, tan alejado del mundo correcto de los adultos de arriba”, las de las mariscadoras, las de los asnos con las alforjas llenas de berberechos, la del hombre de las ratas, que tenía un brazo de madera, la de la rata “de un color de barro gris oscuro que buscaba frenéticamente un sitio por donde escapar”, la del túnel secreto debajo de las baldosas donde los contrabandistas guardaban el brandy y el whisky, las de los zarcillos verdes entrelazados sobre la cabeza de Aeron bajo las aguas verdes del río Cherwell, o las de los muertos que ya nadie recordaba en el cementerio, “cubierto de lápidas envueltas en hiedra y bajo los tejos desolados y oscuros”, invitados por Aeron a que entraran en la iglesia el día de Navidad.
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