jueves, 23 de diciembre de 2010

Reír y aprender


Virginia Woolf sostiene que “Dickens debe su pasmosa capacidad para dar vida a los personajes al hecho consistente en verlos tal como los ve un niño”. La misma razón explica que los personajes de Mi familia y otros animales, de Gerald Durrell, estén, a su vez, inmensamente vivos. En el “Discurso para la defensa”, el autor confiesa que “aparecen tal como yo los veía [de niño]”. Sea de ello lo que fuere, la obra constituye una labor de reconstrucción de una sensibilidad, de un mundo y de un tipo de aprendizaje.
¿Qué hace —nos preguntamos— que el mundo que gira en torno a los Durrell sea hasta tal punto habitable? La respuesta está, quizá, en la cita de la Epístola a los Hebreos con que da comienzo la segunda parte: “No os olvidéis de la hospitalidad; gracias a ella hospedaron algunos, sin saberlo, a ángeles”. Ya sea en la villa color fresa, ya sea en la villa color narciso, ya sea en la villa blanca, los Durrell saben ser hospitalarios. Los ángeles que gracias al arte de la hospitalidad encuentran acogida en casa de los Durrell son tan poco convencionales como ellos. Los animales representan, de por sí, la alteridad misma de la naturaleza. A pesar de ser mentados a veces por nombre propio, o de ser comparados con el género humano, los animales —perros, tortugas, golondrinas, arañas, tijeretas, escorpiones, salamanquesas, urracas, mantis religiosas...— no son humanizados, sino contemplados en toda su extrañeza. Asimismo, el título de la obra pone de manifiesto que también los humanos son percibidos como criaturas extrañas. Los Durrell mismos son anticonvencionales. No en balde su vieje a Corfú constituye todo un caso de excentricidad. Y los amigos de la familia —Mi familia y otros animales es, entre otras cosas, una celebración de la amistad—, ya sean isleños, como Spiro, Kralefsky o Teodoro Stefanides, ya sean huéspedes ocasionales, como el “manojo de excéntricos” artistas invitados con generosidad espontánea por Larry, conforman una inolvidable galería de raros. Todos ellos son vistos como desternillantes personajes de comedia, dichosos, inocentes y bienaventurados. A su manera, los Durrell saben —sin saberlo— respetar, acoger y apreciar aquello que es diferente. De ahí que estas memorias estén llenas de poesía.
La vida que Gerry lleva en Corfú le permite desarrollar un tipo de aprendizaje singular, anómalo, heterodoxo, en contacto directo con la naturaleza, y fuera del ámbito de la enseñanza reglada, es decir, lejos de cualquier tipo de pedagogía normalizadora, por cuanto no asiste a escuela alguna, sino que recibe clases particulares —impartidas, por lo demás, por preceptores nada convencionales, que no conciben la relación entre profesor y alumno sino como una forma de amistad. Además, Gerry aprende de Teodoro Stefanides que “reír” y “aprender” van de la mano. De este modo, Gerry puede emplear con libertad lo mejor de su talento en aquello que le apasiona, tal y como hace, a su vez, de forma desinhibida, sin dejarse aherrojar por los convencionalismos sociales, cada uno de los miembros de la familia Durrell —Larry es el ejemplo paradigmático de esta forma libérrima de habitar el mundo. La vocación del niño se despierta, germina, toma cuerpo y se desarrolla en un ambiente de amor, respeto, libertad, confianza y disponibilidad por parte de quienes le rodean. Ello explica que Gerry aprenda, en primer lugar, a amar la vida, sin miedo, y que la historia de su infancia rezume amor a la vida por los cuatro costados, porque, como dice Natalia Ginzburg, “el amor a la vida engendra amor a la vida”. A la postre, la alegría de vivir que la lectura de este libro contagia no es otra cosa que el sentimiento de gozo que produce la entrega apasionada a aquello que se ama.

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