En su Trabajo sobre el mito (Paidós, 2003), Hans Blumenberg explica que todas las teorías sobre la antropogénesis coinciden en señalar que el asentamiento del “ser pre-humano” en las cavernas se produjo como consecuencia del abandono de la protección de una forma de vida oculta y adaptada en el bosque, por otra forma de vida expuesta en la sabana. Este cambio dio pie a una inadaptación abrupta, debido fundamentalmente a la situación de peligro que constituyó el hecho de tener que repartir la vida entre la cueva (“cubículos ligeramente protegidos”) y el territorio de caza al aire libre. El desamparo ante lo imprevisto, ante lo desconocido, ante “lo que está ausente tras el horizonte”, ante lo que quiera que pudiese sobrevenir en dicho espacio abierto e inhóspito, y el sentimiento de angustia que ello acarreó, provocaron una situación de tensión general, un estado de espera, de prevención, que hizo que “todo el horizonte se conviertiese [...] en una totalidad de direcciones desde las cuales aquello podía acercarse”, que “aquel no hollado horizonte lejano” se trocase en “un horizonte inocupado de posibilidades de lo que pueda advenir”.
La forma de reducir dicha tensión constituyó todo un “trabajo de desconstrucción”, o, si se prefiere, de racionalización, que fue llevado a cabo por “el homo-pictor”, por el “productor de pinturas rupestres”, y que consistió en proyectar imágenes con objeto de liberar de su carácter inhóspito a lo invisible, a lo desconocido, a lo indeterminado. “Para hacer de un mundo desconocido, algo conocido”, para hacer visible lo invisible, el homo-pictor “corre ante [...] lo inactual e invisible [...], como un velo, otra cosa”, “corre delante de sí una serie de instancias imaginativas [...] como un velo protector”. Tengo para mí que dicho velo protector es el velo pintado (“the painted veil”) de Shelley, detrás del cual acechan el miedo y la esperanza (“behind, lurk Fear and Hope”). Por lo demás, las instancias imaginativas que el homo-pictor proyecta como un velo sobre lo desconocido son “los signos” que, tal y como dice Félix de Azúa, “nos permiten soportar lo insoportable” (Autobiografía sin vida).
Hace dos años visité la cueva de Covalanas, también conocida como “la cueva de las ciervas rojas”, en la ladera noroeste del Monte Pando, en las proximidades de Ramales de la Victoria (Cantabria) y de la confluencia del río Calera con el río Gándara, ambos afluentes del Asón. La cueva alberga veintiuna pinturas rupestres realizadas hace unos 20.000 años, que representan las figuras de dieciocho cérvidos, un caballo, un uro y lo que parece un bóvido. La cavidad se formó por horadación de la roca caliza de la montaña como resultado de un intenso proceso de karstificación producido por la circulación del agua, de ahí que la galería donde se hallan las pinturas presente la forma de un sumidero de aguas que se estrecha progresivamente. Las pinturas debieron de ser realizadas con el propósito de que se las contemplase desde la boca de la cueva, con la iluminación indirecta que proporcionaba el fuego que quedaba a la espalda del que miraba hacia el interior, toda vez que la entrada, y no la galería, era el único lugar apropiado para mantener encendida una hoguera. Quienesquiera que fuesen los que pintaron las figuras, lo cierto es que aprovecharon en el trazado de las mismas las formas naturales de las paredes de la cueva, de tal manera que la contemplación de las pinturas proporciona cierta sensación de relieve, hasta el punto de que el perfil, los volúmenes e incluso las posturas de los cuerpos de los animales se corresponden con las formas de la roca. La línea cérvico-dorsal de una cierva, el escorzo del cuello de otra, que se gira para dirigir la cabeza hacia la derecha, y, sobre todo, la forma del cuerpo del uro, que agacha la cabeza como si pastase, son los de las sinuosidades de las paredes.
Cabe pensar que los autores de las pinturas —un poco a la manera de los que se quedan observando las formas de las nubes en el cielo— debieron de haber permanecido contemplando de hito en hito durante un tiempo las paredes del interior de la cueva, cuyas concavidades parecían cobrar vida con el movimiento de las llamas que las iluminaban indirectamente, antes de pensar siquiera en aplicar la pintura roja sobre la piedra, y que, de forma espontánea, vieron los animales en las paredes, estableciendo, sin proponérselo, una analogía entre, por un lado, las sinuosidades rocosas y, por otro, los animales en movimiento del exterior. Al entrar en la cueva de las ciervas rojas, yo llevaba en mis brazos a un niño de dos años, y cuál no fue mi sorpresa cuando él, que permanecía con los ojos bien abiertos, dirigiendo la mirada hacia el interior de la galería, señaló de repente las sinuosidades grisáceas, de textura rugosa, de las paredes, y, de forma completamente espontánea, dijo: “Elefante”. Aquel niño no había establecido ninguna comparación, sino que directamente había llamado elefante a lo que quiera que hubiese visto en la pared de la cueva.
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