En
los cuentos de Julio Cortázar el mundo cotidiano es contemplado desde una
perspectiva que lleva a ver las ranuras, los resquicios, las líneas de
sutura que recorren la superficie de la realidad, por las cuales se filtra, de
forma casi inadvertida, pero progresiva (y, a la postre, fatal), lo extraño, lo
anómalo o lo perturbador, como se cuela el agua por debajo de una puerta
cerrada. Dicha perspectiva permite vislumbrar que la vida que llevan los personajes de "Casa tomada" (y no podemos evitar preguntarnos sordamente si también la de los lectores de dicho cuento) es una
falsificación a la que se han habituado, un catálogo aburrido, ordenado y
tautológico, en el que todo está en su sitio, y que, como las tablas de
multiplicar, han acabado por automatizar a fuerza de repetición (“Se puede
vivir sin pensar"). Los intersticios que hay entre las cosas son las costuras
por las que se filtra gradualmente “lo otro tan cerca de nosotros”, de tal forma que lo que
aflora por entre los objetos, los hábitos o las inercias de la vida
cotidiana posee los rasgos propios de la alteridad. Como el coleóptero en el que
Gregor Samsa se despertó convertido una mañana (cuyas patas, élitros y abdomen blanquecino aparecen ahora dentro de un bombón), la otredad cortazariana participa de lo indefinido, de lo
ininteligible, de lo no asimilado, del submundo donde pululan los animales, de
lo que escapa al orden, al control o a la norma. Lo que alcanzamos a percibir de
eso que bulle tan cerca de nosotros es un sonido sordo, ahogado e
impreciso, o un “gesto ante la luz [que] tenía algo de
la fuga enceguecida del ciempiés”.
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