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domingo, 6 de enero de 2013

El Destino es la palanca


La ballena de Melville representa la alteridad de la naturaleza, de ahí que sea descrita como una criatura monstruosa, imprevisible e inconmensurable, dotada, como Artemisa, de una belleza salvaje, y de ahí también que se rebele a ser reducida a una imagen inteligible, y que, a la postre, rechace la voluntad de supresión que encarna el capitán Ahab. El mar sin fondo (el misterioso Pacífico, el gran Mar del Sur) es la naturaleza en bruto, el bosque inhóspito, ilimitado e indefinido, el exterior indeterminado, por donde la ballena pulula, y donde tiene su querencia, porque el agua posee de forma paradigmática el rasgo de lo indeterminado. El color blanco, “su vaguedad”, su carácter elusivo, y el “muro ciego y muerto” de la frente de la ballena, son analogías del carácter ininteligible en que ella misma consiste (“la propiedad del monstruo consiste precisamente en [...] ser en sí mismo ininteligible”, dice Foucault). El capitán Ahab es la encarnación del carácter totalitario, y de la voluntad de dominación, de ahí que represente la voluntad ciega de allanar, someter o suprimir la alteridad de la naturaleza, y que crea con fervor religioso que no otra es la tarea que el Destino le ha asignado (“el Destino es la palanca”, dice Ahab).

viernes, 21 de octubre de 2011

Había una vez

La imaginación se recrea, no en la idea de lo infinito, sino en la representación vívida, detallada, figurativa, heterogénea, de lo que no se acaba, de lo que carece de término, de ahí que necesite de algo concreto que le sirva de puente. Sueña con que no se termina lo que ya ha empezado, pero tiene necesidad de un principio que desempeñe una función análoga a la que, en los cuentos, desempeñan las palabras: «Había una vez». Ello explica que algunos de los lugares que espolean con más fuerza la imaginación sean aquellos en los que un agujero, una puerta o abertura, o el arranque de una escalera, dan paso a un espacio hueco cuyo fondo no se alcanza a adivinar. El arquetipo de dichos lugares es la cueva. Cuevas son un pozo, un sótano, un desván, una madriguera o las alcantarillas. La boca de la cueva es lo que hace que prenda la chispa de la imaginación, y, con ella, la intuición de lo que hay o puede haber en su interior.

           El que no ha entrado todavía en una cueva se figura lo que quiera que pueda haber en su interior como la encarnación viva, a punto de despertarse, de lo desconocido. El rasgo diferencial de la figura de lo desconocido que sigue siendo tal después de haberse mostrado a los ojos de los hombres es el hecho de que carece de lugar en el sistema de clasificación de las cosas del mundo, de que no se corresponde con ninguna de las categorías o subcategorías de que la gramática vigente se sirve para dar cuenta de la realidad («Lo individual no puede existir en el lenguaje», dice Todorov). Lo que no forma parte de ningún género ni especie es un fracaso del sistema, y tiene, como la cabeza de Jano bifronte, dos caras: una es la de lo singular, otra, la de lo aberrante. Tradicionalmente, lo singular ha adoptado la forma del tesoro, y lo aberrante, la de lo monstruoso. Un tesoro es algo único, no tiene precio, está fuera del alcance del principio de equivalencia; un monstruo está fuera de la ley, carece de identidad, ha sido expulsado de la ciudad de los hombres. Ambos permanecen a la intemperie en un exterior indeterminado, de ahí que, como los bandidos, encuentren cobijo en el interior indeterminado de la cueva. Por lo demás, ambos (el tesoro y la criatura soterraña) son lo mismo, porque, como dice Günther Anders, “esa cosa [que] es única en su especie, [que] no pertenece a ningún género: es un monstruo”.

         Desde Hesiodo, no pocos tesoros han sido guardados por monstruos en el interior de una cueva. No es, en efecto, sino en el interior de las anfractuosidades de una gruta donde las manzanas de oro del jardín de las Hespérides permanecen vigiladas con celo extremado por una serpiente sobrecogedora que, con el transcurrir del tiempo, ha terminado por crecer desaforadamente, y a la que le han nacido dos extremidades anteriores, sobre cuatro de cuyos dedos, que son larguísimos, y que terminan en uñas corvas, fuertes y agudas, se extienden unas alas membranosas similares a las de los quirópteros.

sábado, 29 de enero de 2011

Soñador Pulgarcito

Rimbaud, el hombre de las suelas de viento, representa de forma paradigmática el movimiento consistente en salir. No hizo otra cosa desde que se fugó por primera vez a Charleroi, a pie, sin una perra y con tan solo quince años. La vida errante  de Rimbaud es fruto de la terquedad con que no cejó en su deseo de alejarse. Recorrer las Ardenas, vagabundear por París, atravesar a pie los Vosgos con cincuenta centímetros de nieve, cruzar el Gotardo bajo una atroz tempestad de granizo, deambular por toda Europa, viajar a Indonesia, a Chipre, a Egipto, a Abisinia... Pero, ¿cuál es la casa materna de la que no dejó nunca de estar largándose este andarín infatigable? La respuesta a esta pregunta aparece formulada en dos cartas de 1871, una de las cuales fue enviada a Izambard (Primera carta del vidente), y otra a Paul Demeny dos días después (Segunda carta del vidente). Rimbaud ―y, con él, el lenguaje poético― rechaza el orden de cosas imperante, convencional, establecido. El impulso que le lleva a ponerse en camino es el anhelo de libertad, por cuanto ponerse en camino implica abandonar la servidumbre de lo dado (“Yo soy otro”). Pero salir entraña también convertirse en “el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito”, es decir, en “aquello que”, como dice Adorno, “conforme a las medidas del orden aparece como enfermo, desviado, paranoide y hasta dis-locado (”ver-rückt”)”. Se trata”, escribe Rimbaud a los dieciséis años, de hacer el alma monstruosa”. El exterior indeterminado que atrae a Rimbaud, y que le lleva a emprender la escapada, es lo desconocido (“Se trata de llegar a lo desconocido”), lo que escapa a la razón (“las cosas [...] innominables”). El gran maldito”, el bohemio, el marginal, el exocéntrico, es “el Sabio Supremo […] ¡porque llega a lo desconocido!”


MI BOHEMIA
(Fantasía)

Me largaba, las manos en mis bolsillos rotos;
mi paletó también se volvía ideal;
bajo el cielo iba, Musa, y yo era tu vasallo;
¡cuántos maravillosos amores he soñado!

Mi único pantalón tenía un siete enorme.
―Soñador Pulgarcito, desmigajaba rimas
en mi camino―. Era la Osa Mayor mi albergue,
y mis estrellas en el cielo hacían un fru-frú dulce;

y yo las escuchaba, sentado en las cunetas,
en esas noches de septiembre en que
en la frente sentía las gotas de rocío
como un vinillo reconstituyente;

o en que rimando en medio de las sombras fantásticas,
como cuerdas de liras, yo tiraba
de los cordones de mis malheridos
zapatos, con un pie cerca del corazón.

(Traducción de Aníbal Núñez)