La lectura del ensayo “El puesto de Freud en la historia del espíritu moderno”, de Thomas Mann (Schopenhauer. Nietzsche. Freud [Alianza, 2000]), que fue leído en la Universidad de Munich en 1929, contribuye a comprender el sentido de La montaña mágica, que, tras doce años de redacción, vio la luz en 1924. Settembrini, el humanista, representa la razón, el análisis, el espíritu, la Ilustración, la emancipación y, a la postre, el progreso, mientras que Naphta, el reaccionario, representa lo que Nietzsche llama “el espíritu oscurantista, visionario e involutivo”. Ahora bien, la historia del joven Hans Castorp transcurre en un lugar donde prevalece el principio de la enfermedad, de ahí que Settembrini se yerga solo sobre las tablas, y que, por el contrario, Naphta forme parte de un conjunto de influencias que inclinan la balanza del lado de “la simpatía con la muerte”, lo que es adverso a la vida y, por tanto, al espíritu. Lo propio del Sanatorio Internacional Berghof es que, a diferencia de lo que en el ensayo se dice a propósito del psicoanálisis, “en él el sentido más profundo de la enfermedad, un sentido propio de expertos en ella, [...] actúa por amor a la enfermedad [...], es decir, [...] actúa en un sentido hostil a la razón”. En el sanatorio, el interés predominante por la enfermedad es de naturaleza enfermiza, hasta el punto de que no importa en absoluto la curación, sino que todo lo empapa de forma progresiva el servilismo con respecto a la enfermedad. Sobre un escenario mágico que tarmina siendo engullido por “la guerra mundial, esa explosión gigantesca de la sinrazón” (“en la cual”, según Thomas Mann, “los poderes cosmopolíticos positivos de la época [...] sucumbieron en su lucha contra [...] el capital imperialista”), Settembrini es el único que eleva su voz contra el principio de muerte.
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