La diferencia más importante entre, por un lado, El retablo de las maravillas, de Cervantes, y, por otro, El traje nuevo del emperador, de H. C. Andersen, y el “exemplo” XXXII de El Conde Lucanor, titulado “De lo que contesció a un rey con los burladores que fizieron el paño”, reside en el hecho de que los engañadores del entremés cervantino no son desenmascarados, mientras que tanto en el cuento de Andersen como en el de don Juan Manuel termina por ser descubierto el engaño que los burladores habían urdido delante del rey. Si bien en los tres casos hay una pareja o trío de personajes ―pícaros, truhanes, burladores o engañadores― que “reivindican para sí”, como diría Propp, “pretensiones engañosas”, solo gracias al niño que grita: “El emperador está desnudo”, en el cuento de Andersen, y al criado negro que dice: “dígovos que yo só çiego, o vós desnuyo ydes”, en el de don Juan Manuel, “el falso héroe queda”, al final, “desenmascarado”. Ahora bien, el personaje que en ambos casos desempeña dicho papel o función de “descubrimiento” no solo desenmascara a los pícaros, sino también un determinado orden de cosas establecido. Que dicho orden de cosas sea consecuencia de la preeminencia del qué dirán, hasta el extremo de que el miedo a la reprobación dentro del grupo a que se pertenece lleva a negar con la boca aquello que ven los ojos de la cara, toda vez que “cada hombre”, tal y como dice Lévi-Strauss, “siente [en su calidad de miembro del grupo] en función de la manera en que le ha sido permitido o prescrito comportarse”, explica que la verdad no aparezca sino a flor de labios de quien no forma parte de un mundo en el que una manera de ver las cosas nubla parcialmente o del todo la vista ―un excluido, en el cuento de don Juan Manuel, y alguien que no ha entrado todavía a formar parte del mundo de los adultos, en el de Andersen―, porque solo desde fuera de dicho mundo se hace posible denunciar la falsedad de dicha manera de ver las cosas. “Una vez”, como dice, por lo demás, Th. W. Adorno, “ha reconocido como enfermas la generalidad dominante y sus proporciones [...], aquello mismo que conforme a las medidas del orden aparece como enfermo, desviado, paranoide y hasta dis-locado (“ver-rückt”) se convierte en el único germen de auténtica curación, y tan cierto es hoy como en la Edad Media que solo los locos dicen la verdad a la cara del poder”. El niño de Andersen y el negro de don Juan Manel desempeñan, así pues, un papel análogo al del bufón del rey Lear, por cuanto los tres hablan desde fuera de un orden; los tres “dicen la verdad a la cara del poder”, y los tres refutan, desmienten o denuncian la falsedad de dicho orden.
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