viernes, 21 de octubre de 2011

Había una vez

La imaginación se recrea, no en la idea de lo infinito, sino en la representación vívida, detallada, figurativa, heterogénea, de lo que no se acaba, de lo que carece de término, de ahí que necesite de algo concreto que le sirva de puente. Sueña con que no se termina lo que ya ha empezado, pero tiene necesidad de un principio que desempeñe una función análoga a la que, en los cuentos, desempeñan las palabras: «Había una vez». Ello explica que algunos de los lugares que espolean con más fuerza la imaginación sean aquellos en los que un agujero, una puerta o abertura, o el arranque de una escalera, dan paso a un espacio hueco cuyo fondo no se alcanza a adivinar. El arquetipo de dichos lugares es la cueva. Cuevas son un pozo, un sótano, un desván, una madriguera o las alcantarillas. La boca de la cueva es lo que hace que prenda la chispa de la imaginación, y, con ella, la intuición de lo que hay o puede haber en su interior.

           El que no ha entrado todavía en una cueva se figura lo que quiera que pueda haber en su interior como la encarnación viva, a punto de despertarse, de lo desconocido. El rasgo diferencial de la figura de lo desconocido que sigue siendo tal después de haberse mostrado a los ojos de los hombres es el hecho de que carece de lugar en el sistema de clasificación de las cosas del mundo, de que no se corresponde con ninguna de las categorías o subcategorías de que la gramática vigente se sirve para dar cuenta de la realidad («Lo individual no puede existir en el lenguaje», dice Todorov). Lo que no forma parte de ningún género ni especie es un fracaso del sistema, y tiene, como la cabeza de Jano bifronte, dos caras: una es la de lo singular, otra, la de lo aberrante. Tradicionalmente, lo singular ha adoptado la forma del tesoro, y lo aberrante, la de lo monstruoso. Un tesoro es algo único, no tiene precio, está fuera del alcance del principio de equivalencia; un monstruo está fuera de la ley, carece de identidad, ha sido expulsado de la ciudad de los hombres. Ambos permanecen a la intemperie en un exterior indeterminado, de ahí que, como los bandidos, encuentren cobijo en el interior indeterminado de la cueva. Por lo demás, ambos (el tesoro y la criatura soterraña) son lo mismo, porque, como dice Günther Anders, “esa cosa [que] es única en su especie, [que] no pertenece a ningún género: es un monstruo”.

         Desde Hesiodo, no pocos tesoros han sido guardados por monstruos en el interior de una cueva. No es, en efecto, sino en el interior de las anfractuosidades de una gruta donde las manzanas de oro del jardín de las Hespérides permanecen vigiladas con celo extremado por una serpiente sobrecogedora que, con el transcurrir del tiempo, ha terminado por crecer desaforadamente, y a la que le han nacido dos extremidades anteriores, sobre cuatro de cuyos dedos, que son larguísimos, y que terminan en uñas corvas, fuertes y agudas, se extienden unas alas membranosas similares a las de los quirópteros.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bonita e interesante tu entrada. Nunca fui lectora de aventuras o ciencia ficción; siempre me atrajeron más los relatos que se acercaban a la realidad. Una de mis limitaciones!

Estrella (no me dejan entrar con la cuenta de google)