sábado, 18 de marzo de 2017

Alma nómada


Habiendo nacido en mayo de 1940 (es decir, coincidiendo con el momento en que Reino Unido decidió hacer frente en solitario a los ejércitos de Hitler), y permaneciendo su padre enrolado en la Armada hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, los primeros cinco años de la vida de Bruce Chatwin fueron un constante deambular de un lugar a otro en un país en guerra, acompañando a su madre, y sin apenas otro equipaje que un baúl dentro del cual pensaba que podría acurrucarse en caso de bombardeo. “Todos mis recuerdos tempranos son de viajes […] La sola idea de ir a otro sitio era siempre emocionante.” Las mudanzas constantes, los desplazamientos en tren y las estancias provisionales en pensiones, en casas alquiladas o en casas de abuelos, de tíos abuelos o de tías solteras debieron de dejar huella en alguien que iba a pasarse toda la vida viajando, y que iba a hacer del viaje uno de los temas fundamentales de sus libros.

Después de trabajar durante diecisiete años en la casa de subastas londinense de Sotheby’s (primero como catalogador, y, más tarde, como asesor en los departamentos de antigüedades y de arte impresionista), período durante el cual viajó no solo por Europa o Estados Unidos, sino también por Turquía, Egipto y Afganistán, explorando museos, bazares y anticuarios, Bruce Chatwin emprendió un viaje a Sudán que constituyó un antes y un después en su vida. En el curso de una expedición en camello por el este del país, cerca del Mar Rojo, entró en contacto con la tribu nómada de los beja, y se sintió atraído irresistiblemente por la sencillez, la vitalidad y el impulso viajero característicos del estilo de vida nómada. “Estaba hondamente impresionado por la sencillez de la vida de aquella gente, asombrado ante la idea de que se es más feliz cuando no se lleva nada a cuestas.” Ese mismo año quedó fascinado al contemplar en el Hermitage de San Petersburgo el cuerpo embalsamado de un jefe de la tribu nómada de los pazyryk, hallado por el arqueólogo Serguéi Rudenko en una tumba de hielo en la que había permanecido congelado durante más de dos mil años, y cuya piel estaba cubierta de tatuajes de animales fantásticos.

Tras leer el informe que Serguéi Rudenko había escrito sobre la excavación de las tumbas pazyrik, Bruce Chatwin decidió matricularse como estudiante de Arqueología en la Universidad de Edimburgo. Ahora bien, su pasión por viajar, su rechazo de la rigidez académica y, sobre todo, su interés por los nómadas le llevaron a abandonar los estudios al cabo de dos años. “Llegué a la conclusión de que los pueblos que más me interesaban eran aquellos que habían escapado al registro arqueológico, los nómadas que pasaron ligeros por la tierra y no construyeron pirámides.”  Estableció una contraposición entre, por un lado, la figura de Moisés, que representaba el nomadismo, el abandono de la ciudad, la errancia por el desierto, y, por otro, la figura del Faraón, o la de las pirámides mismas, que representaban de forma paradigmática la tendencia a la violencia, a la avaricia y a la vanagloria, que identificó como consecuencias que el sedentarismo traía consigo. Durante una visita al Museo Egipcio de El Cairo, viéndose rodeado por las referencias constantes al ubicuo Ramsés II, se hizo una pregunta: “¿Dónde está el rostro de Moisés, dije, entre todo esto?” “Y en la historia hay que plantear esta pregunta: ¿qué figura es más importante, Moisés o Faraón? Y llegas a esta conclusión: Moisés.”

Dedicó veinte años de su vida a intentar escribir un libro sobre los nómadas. Atribuía a la naturaleza humana una tendencia a viajar atávica, ancestral o impulsiva, y consideraba el viaje, el vagabundeo o el nomadismo como una forma de satisfacer una aspiración humana básica. Entendía que viajar es de por sí una catarsis, que posee propiedades vivificadoras, y que libera de las frustraciones que entraña el confinamiento. Y sostenía que los primeros seres humanos no habían sido violentos, sino que habían desarrollado un temperamento depredador como respuesta a la frustración que entrañaba el sedentarismo. No terminó nunca dicho libro (cuyo título iba a ser La alternativa nómada), pero gran parte de las ideas, del material y del trabajo de años dedicado al mismo encontró acomodo después en Los trazos de la canción.

lunes, 27 de abril de 2015

Se puede vivir sin pensar


En los cuentos de Julio Cortázar el mundo cotidiano es contemplado desde una perspectiva que lleva a ver las ranuras, los resquicios, las líneas de sutura que recorren la superficie de la realidad, por las cuales se filtra, de forma casi inadvertida, pero progresiva (y, a la postre, fatal), lo extraño, lo anómalo o lo perturbador, como se cuela el agua por debajo de una puerta cerrada. Dicha perspectiva permite vislumbrar que la vida que llevan los personajes de "Casa tomada" (y no podemos evitar preguntarnos sordamente si también la de los lectores de dicho cuento) es una falsificación a la que se han habituado, un catálogo aburrido, ordenado y tautológico, en el que todo está en su sitio, y que, como las tablas de multiplicar, han acabado por automatizar a fuerza de repetición (“Se puede vivir sin pensar"). Los intersticios que hay entre las cosas son las costuras por las que se filtra gradualmente “lo otro tan cerca de nosotros”, de tal forma que lo que aflora por entre los objetos, los hábitos o las inercias de la vida cotidiana posee los rasgos propios de la alteridad. Como el coleóptero en el que Gregor Samsa se despertó convertido una mañana (cuyas patas, élitros y abdomen blanquecino aparecen ahora dentro de un bombón), la otredad cortazariana participa de lo indefinido, de lo ininteligible, de lo no asimilado, del submundo donde pululan los animales, de lo que escapa al orden, al control o a la norma. Lo que alcanzamos a percibir de eso que bulle tan cerca de nosotros es un sonido sordo, ahogado e impreciso, o un “gesto ante la luz [que] tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés”.

jueves, 2 de octubre de 2014

Lo imprevisto no existe


El personaje de la literatura que mejor representa la homogeneización del tiempo como resultado de su reducción a cómputo, y la preocupación por vivir con arreglo a dicho tiempo homogéneo, es el puntual, metódico, flemático, maniático, ludópata, impasible y puritano Phileas Fogg, para el que el viernes 20 de diciembre no es un día diferente del sábado 21 de diciembre, sino que ambos son el mismo día, y cuyo dharma: “Lo imprevisto no existe” pone de manifiesto hasta qué punto dicha preocupación no solo es una forma de ceguera, sino también una vuelta de tuerca de la preocupación ultramundana o de rechazo del mundo. Phileas Fogg “no se molestaba en observar aquel mar Rojo”, “no pensaba ver ninguna de las maravillas de Bombay [...] ¡No!, ¡nada!”, y “desciende por el admirable valle del Ganges sin pensar siquiera en verlo”. El carácter de Phileas Fogg viene dado por “un estado (status)”, tal y como dice Max Weber a propósito de la doctrina del estado de gracia religioso, “que separa al hombre del mundo, de la contemplación de lo creado”, cuya posesión es garantizada “por la comprobación de una conducta de tipo específico e inequívocamente distinta del estilo de vida del “hombre natural””, de donde se sigue para él “el impulso para controlar metódicamente su estado de gracia en su modo de vida, y, como consecuencia, a impregnarlo de ascesis [...] en el interior del mundo".

domingo, 28 de septiembre de 2014

La mala hierba


En tres poemas del libro Versos (1972), de Carlos Piera, agrupados bajo el título “Las tres”, y encabezados cada uno de ellos respectivamente por una de las tres primeras letras del abecedario, el tiempo aparece reducido a cómputo, y a no ser sino igual a sí mismo (“Hemos enumerado, hasta aplanarlos, signos / de que es igual el tiempo”). La reducción del tiempo a número arranca los días del ámbito de la alteridad de la naturaleza, los despoja de lo que cada uno de ellos pueda tener de nuevo, imprevisto o diferente, y los iguala mediante el ardid consistente en hacer que tengan el mismo valor. La igualación que representa dicha concepción del tiempo como algo abstracto, cuantitativo, no cualitativo (“la serie / de los números ¿naturales? / dicha en horas, en años, en años-luz, etcétera”), es el paradigma de la operación ideológica por antonomasia, que estriba en la igualación de lo cualitativamente diferente. Los signos de interrogación que enmarcan el adjetivo "naturales" en "A" expresan hasta qué punto resulta contradictorio llamar "naturales" a los números. La contraposición entre, por un lado, la concepción del tiempo susodicha, y, por otro, las “plantas” que “iban creciendo” (en “B”), pone de manifiesto lo que en estas (al igual que en “cada noche / o hierba fría o animal oculto”) hay de cualitativamente diferente. Dicha antítesis vuelve a aparecer en el poema “La mala hierba” (De lo que viene como si se fuera, 1990), donde los “tiempos / ávidos de minutos” se contraponen a “la mala hierba”, que, por crecer de forma silvestre, espontánea e indeseada para el agricultor, representa lo que la alteridad de la naturaleza tiene de irreductible.

martes, 30 de julio de 2013

¿No querías el mar?


Los desmontes, descampados y escombreras del extrarradio, que arrancan de la puerta misma de los últimos bloques de viviendas de pisos utilitarios de los suburbios, y que están atravesados por una vía de tren sin apeadero por donde los trenes pasan de largo, constituyen un paisaje desolado de cardos, rastrojos y restos de basura que hace las veces de contexto metonímico donde los protagonistas de Deprisa, deprisa tienen su querencia, prueban a ser libres, pero del que no pueden escapar. Es el escenario residual adonde han venido a parar los hijos de las clases pobres cuyas familias huyeron del campo durante el franquismo, atraídos por una ciudad donde parecía posible abrigar el sueño de pasar a formar parte de la clase media urbana. No es extraño que en este contexto Pablo reniegue del mundo de sus mayores. Las aspiraciones que Ángela alcanza a formular son de dos tipos: por un lado, la aspiración poética, que es expresión del deseo de huir lejos, y que no hace otra cosa que desplegar ante los ojos de quien quiere irse de un sitio el horizonte abierto por antonomasia: ver el mar [Los cuatrocientos golpes, de Truffaut, muestra hasta qué punto el horizonte abierto por antonomasia puede representar para quienes han caído en una ratonera, al mismo tiempo, el deseo de huir lejos, y la inexistencia de una salida]; y, por otro, la aspiracón práctica, que es expresión del deseo de dejar de ser pobre, y que forma parte ya del imaginario de la clase media: comprarse un piso.

Lo que no se entiende

La obra de Carlos Piera se caracteriza por señalar, por acercarse o por prestar atención de forma rigurosa a “lo que no se entiende” (lo opaco, lo invisible, lo irreductible, lo que nos elude, aquello que resulta incognoscible, lo que no está a disposición del sujeto), ya sea en las cosas, ya sea en la lengua, ya sea en la subjetividad misma. Ello explica, por una lado, el “querer ver”, la contemplación sin subterfugios, la mirada atenta, extrañada, respetuosa (la actitud cognoscitiva cuya primera condición es, como dice Rafael Sánchez Ferlosio, “guardar celosamente las distancias con las cosas y reconocer su inconmovible alteridad”); por otro, la actividad de investigación científica, “la atención a lo gramatical y lingüístico” (y la cercanía con la noción de reading, o “lectura genuinamente analítica”, de Paul de Man [“una lectura rigurosa [...] no es más que la forma literaria de estar atentos”, dice Carlos Piera]), y, también, la preocupación por “la inviabilidad del concepto “yo”” (“la inasequibilidad del yo”), por “lo que en la subjetividad no es en absoluto nuestro”, y la crítica de las nociones de sujeto, de sustancia y de identidad.

viernes, 17 de mayo de 2013

An instigator


A diferencia de no pocos cuentos infantiles en los que abundan estereotipos que son expresión de los dogmas, de la mala fe o de los prejuicios ideológicos propios de la sociedad de los adultos (como los asociados al género, a la clase social o a la especie animal de los personajes que los protagonizan), los cuentos de Tomi Ungerer poseen la virtud de romper con tales estereotipos, y de ofrecer una visión crítica, distanciada e irreverente de la mentalidad que estos encarnan. Los tres bandidos que siempre llevaban anchas capas negras y altos sombreros negros, y ante los cuales algunos se desmayaban de miedo, los perros metían el rabo entre las piernas, y hasta los más valientes huían, en realidad nunca se habían preguntado qué harían con el oro, las perlas, los anillos, los relojes y las piedras preciosas de los viajeros a los que habían desvalijado, y terminan dedicándose a cuidar niños huérfanos. Los animales subjetiva, anticientífica y pragmáticamente clasificados como dañinos, como la “boa constrictor” que Madame Bodot cría en su casa, son criaturas susceptibles de ser amadas, admiradas y recordadas con cariño. Y esa suave, pálida, inerme, lírica, sensible y menguante criatura de la luna, amiga de los ratones, los pájaros y las mariposas, que se aburría en su esfera flotante, y que anhelaba bailar al menos una vez entre una alegre multitud en la tierra, aterroriza a los científicos, a los generales y a los hombres de Estado, y es encerrada en la cárcel.

sábado, 4 de mayo de 2013

Corazón con brocal


¿Por qué “las calles [...], estando vacías, / se entienden un poco mejor”? En la poesía de Carlos Piera, la ciudad no es un lugar de encuentro, sino un espacio en el que la gente está sola, del que se pretende huir, y por donde las personas, al igual que los automóviles, se mueven o cruzan sin dirección, y constituyen obstáculos que es preciso sortear. “La ciudad / es un asterisco, una explosión lenta de retracciones, / de patinadores de espaldas”. La ciudad de Carlos Piera recuerda a los “no lugares” de Marc Augé, “un espacio que no puede definirse [...] como relacional”, “un mundo así prometido a la individualidad solitaria, a lo provisional y a lo efímero”, un espacio que “no crea [...] relación, sino soledad”, “una soledad tanto más desconcertante en la medida en que evoca a millones de otros”. El perro abandonado que zigzaguea entre la gente representa de forma paradigmática la sed de aquello que no se encuentra en la ciudad: la lealtad, el encuentro o la posibilidad del amor. De ahí que, o muera de sed (en la ciudad), o, quizá, logre escapar (al campo), y se haga montaraz, es decir, se haga lobo, porque en la poesía de Carlos Piera “el lobo es un perro nostálgico” cuya inclinación nunca dejó de ser lamerles las manos a los transeúntes.

PERRO DE LOS QUE LLAMAMOS PERDIDOS

Eléctrico, define qué es humano
y ―buscándola con
ojos de alarma, alerta,
los medios angulares de la caza,
necesidad de fe―
la lealtad, por entre
obstáculos que somos no aceptándola,
los otros automóviles, de metal, y la ausencia
de direcciones que hemos hecho, mientras
va muriendo de sed.

martes, 15 de enero de 2013

En la ciudad sitiada

Hay que hacer cola para
(tras una noche en vela
rellenar los bidones
pensando en ti, amor mío)
del agua, comprar pan,
(escribo en el papel
entregar esta carta
con que se envuelve el pan)

En la ciudad sitiada
(han cortado los árboles
se muere cada día
para no pasar frío)
en la cola del agua
(he quemado los muebles
o al cruzar una calle
para encender la estufa)

domingo, 6 de enero de 2013

El Destino es la palanca


La ballena de Melville representa la alteridad de la naturaleza, de ahí que sea descrita como una criatura monstruosa, imprevisible e inconmensurable, dotada, como Artemisa, de una belleza salvaje, y de ahí también que se rebele a ser reducida a una imagen inteligible, y que, a la postre, rechace la voluntad de supresión que encarna el capitán Ahab. El mar sin fondo (el misterioso Pacífico, el gran Mar del Sur) es la naturaleza en bruto, el bosque inhóspito, ilimitado e indefinido, el exterior indeterminado, por donde la ballena pulula, y donde tiene su querencia, porque el agua posee de forma paradigmática el rasgo de lo indeterminado. El color blanco, “su vaguedad”, su carácter elusivo, y el “muro ciego y muerto” de la frente de la ballena, son analogías del carácter ininteligible en que ella misma consiste (“la propiedad del monstruo consiste precisamente en [...] ser en sí mismo ininteligible”, dice Foucault). El capitán Ahab es la encarnación del carácter totalitario, y de la voluntad de dominación, de ahí que represente la voluntad ciega de allanar, someter o suprimir la alteridad de la naturaleza, y que crea con fervor religioso que no otra es la tarea que el Destino le ha asignado (“el Destino es la palanca”, dice Ahab).